Miro a mi alrededor y me siento decepcionado, confuso, perplejo. La Navidad debería ser la panacea capaz de resolver nuestra existencia, al menos de momento, aunque únicamente sea durante un breve instante, pero no. Muchos muerden el anzuelo y después, intrigados,, intentan acallar su malestar por no satisfacer esas expectativas impuestas, incluso avergonzados por no cumplir con lo que «debería ser», fingiendo y actuando, mientras engullen ese malestar como si fuese turrón, o lo envuelven en papel de regalo con motivos navideños y se deshacen de el, esperando olvidarse de su existencia.
Deberíamos sentirnos radiantes de felicidad, ¿no es verdad? como esos personajes televisivos que protagonizan los anuncios o los héroes de las películas del género. Incluso podemos llegar a sentirnos culpables de no sentir lo que todo el mundo está predestinado a sentir en esta época según los cánones que dicta la economía del derroche.
Tiempo de regalos según la tradición.
Pero ¿qué tradición?
Hace tan sólo unas décadas muchos de nosotros ni tan siquiera sabíamos de la existencia de papá Noel.
En esta época del año suelo preguntar a mis pacientes sobre sus expectativas y planes para este periodo vacacional.
Sus respuestas podrían resultar, en muchísimos casos, sorprendentes para muchos adeptos de papá Noel. Porque para muchas personas esta es una época de desencuentros, de recuerdos dolorosos, de tiempo perdido y de días interminables frente al televisor recordándoles machaconamente lo felices que deberían sentirse.
Es época de tener que mirar a la cara a fulanito o a menganito, esos personajes que nos ignoran durante el resto del año, nos hirieron gravemente o que simplemente carecen de trascendencia en nuestras vidas. Es epoca de incluso tener que compartir velada y mesa con esos personajes, a pesar de los pesares y porque la Navidad y la etiqueta así lo imponen.
Es época también de constatar como nos ha tratado la vida y de hacer balances, de compararnos y de intentar convencernos de que tenemos que cambiar. Generalmente esos balances arrojan un saldo en números rojos que congela el aliento incluso de aquellos agraciados que si disponen de calefacción durante estos días invernales.
Tiempo de propósitos incumplidos incluso antes de ser formulados, ¿por qué será?
No señores, la Navidad no es un regalo para muchos sino un suplicio, un trámite necesario donde hay que ponerse de nuevo la mascara del bienestar. Bajo ella se esconden, en muchas ocasiones, amargas sonrisas y anhelos rotos, miradas perdidas en el infinito pareciendo atisbar el idilio de una vida diferente en la cual algunas cosas simplemente nunca sucedieron, algunas personas todavía no se fueron y otras nunca nos traicionaron.
La Navidad es en realidad una gran representación teatral en la que muchos fingen que todo va estupendo, que la felicidad no les ha abandonado y que, de algún modo, aún siguen en el juego.
Entonces, cuando mis pacientes me inundan de sinceridad, vomitando verdades insolentes, yo me entristezco y conecto por momentos con sus reflexiones y también con mis propios anhelos y expectativas. Entonces me doy cuenta de que tal vez podriamos hacernos regalos unos a otros todos los días del año, regalos como abrazos, besos, conversaciones, sonrisas, palmadas en el hombro y, en algunos casos, silencios y ausencias.
Porque los vínculos de sangre son solamente eso: carambolas del destino en las que a uno le tocan unos familiares y no otros, una especie de lotería cósmica que en muchos casos asumimos como nuestro fatįdico destino y ante el cual sólo tiene cabida una especie de rendición sumisa e irreversible.
En algunos casos animo a mis pacientes a cuestionarse si esos compañeros asignados de viaje son en realidad presencias deseadas y abrazos sinceros compartidos o meros personajes secundarios, acoplados a la fiesta o incluso parásitos deambulantes para, posteriormente, decidir sentarse o no a una mesa compartida o, en el caso opuesto, hacerles saber a esas personas lo importantes que son para nosotros y colmarlos de detalles cariñosos sin escatimar en recursos.
La Navidad es además especialmente desgarradora para los olvidados, los supervivientes, los marginados, los que sufren a diario la exclusión, los que viven en silencio la pobreza, la soledad, el rechazo, el maltrato, el desarraigo o el desamor. Viven en las alcantarillas de este fantástico sistema mercantilista que impera en la actualidad, un sistema ciego para los que deciden no llevar caretas. Regalémosles estos días a todos ellos algo de esperanza, aunque sólo sea un recuerdo, un gesto concreto o un simple deseo, hagámoslo explícitamente, forma discreta pero siempre en secreto, porque la solidaridad genuina es modesta y alérgica al bombo y al platillo. Seamos solidarios por el mero hecho de serlo, como un acto de rebeldía y no para que nuestro nombre figure en la lista de tal o cual organización benéfica.
Espero que muchos encuentren el valor de enfrentarse a sus miedos y espero también poder seguir haciéndolo yo, porque si en algo coindidimos todos los seres humanos es precisamente en eso.
Ojalá tengamos el valor de superarlos.
Ojalá nos atrevamos a ponernos de pie mientras el resto permanece sentado.
Ojalá seamos capaces de gritar cuando todos callan.
Ojalá esta Navidad sea una Navidad diferente.
De nosotros depende.