Últimamente estamos presenciando un aumento de los casos de adicción al juego, debido en parte a la proliferación masiva de locales donde hacer efectivas apuestas de todo tipo y participar en juegos varios. Desgraciadamente, las adicciones siempre han estado en la palestra como posibles vías de escape a la perversidad inherente a la realidad de cada época. Podríamos hablar hoy en día, por ejemplo, de las adicciones a las redes sociales, a las diferentes opciones de chat o a los medios digitales en general. Sin embargo, en este artículo me centraré en una adicción diferente, en cierta medida oculta y de la que no se suele hablar. Esto no quiere decir que el silencio informativo que la rodea nos deba hacer dudar de su vigencia, lo que ocurre es que muchos medios viven precisamente de ella. Me refiero a la adicción a las opiniones y a las creencias. Ante todo mostrar mi más profundo respeto a la labor periodística, no tengo nada en contra del buen periodismo. Lo que ocurre es que lo que se difunden no son únicamente noticias, información, hechos contrastados o revelaciones más o menos fidedignas. En general esas mismas noticias vienen acompañadas de opiniones varias, totalmente legítimas pero en cualquier caso opiniones.
El libre mercado parte de la suposición de que todos los consumidores están bien informados y realizan elecciones sopesadas y racionales en sus compras. De modo análogo, el gran hipermercado informativo parte de la suposición de que todos los receptores de información están en posesión del maltratado sentido común y de una obligada capacidad de discernimiento. Evidentemente ambas máximas han demostrado ser incorrectas. Ni los consumidores están bien informados, principalmente porque no muestran interés en ello, quedando a merced de los afectos, eligiendo el coche cuya publicidad despierta emociones ambicionadas o codiciadas, votando en las elecciones más por afinidades y simpatías que por minuciosa disección de los programas electorales o contratando la hipoteca con un banco X porque les cae bien el director de la sucursal aunque este ofrezca peores condiciones que otro competidor. Ni tampoco muchos ciudadanos y ciudadanas están dispuestos a hacer el esfuerzo que supone informarse. Los medios son conocedores de esta dificultad y tal vez por esa razón intenten «facilitarnos» la tarea suministrándonos posibles opiniones al respecto. En mi opinión, sería un error poner en manos de los medios de comunicación toda la responsabilidad de este asunto. Los consumidores, ciudadanos y ciudadanas que somos informados, tendemos a la ociosidad, en realidad preferimos que nos lo den todo masticado, quizás porque estamos acostumbrados a ello o tal vez porque hayamos alcanzado niveles de saturación y agotamiento difíciles de entender en otras épocas y contextos.
Ser capaces de recibir las diferentes piezas informativas y dedicarnos a cavilar sobre ello para formarnos una opinión al respecto requiere de cierto esfuerzo y también de tiempo, un bien muy escaso actualmente. Aún en el caso de disponer de él, el esfuerzo cognitivo necesario para formarnos una opinión en base a piezas sueltas de información no es nada desdeñable y consecuentemente al parecer resulta inasumible para muchos.
Resulta más sencillo comprar una pizza congelada que elaborar una en casa pero en ese caso tendremos que conformarnos con las opciones disponibles. En cualquier caso no podremos enorgullecernos de habernos preparado nuestra pizza a medida, esa que nos gusta especialmente y que encaja como un guante con nosotros y nuestras preferencias.
De este modo nos convertimos en consumidores de pizzas congeladas y de ideas de todo tipo, las cuales incluso defenderemos a capa y espada como si las hubiéramos elaborado con nuestras propias manos en nuestro propio horno. Probablemente sea esto lo más dramático, una vez que hemos adoptado unas opiniones o creencias, las cuales hemos «adquirido» en el gran hipermercado informativo, pasamos a defenderlas como si nos fuera la vida en ello. Esta es la gran adicción que no parece preocupar a nadie. Eclipsada por el juego, las redes sociales o las drogas, la adicción a las creencias permanece mimetizada e intacta, ejerciendo su enorme poder sobre nosotros.
Pero, ¿cómo diablos podemos saber si alguien es adicto a sus ideas?
La respuesta a esta cuestión es sencilla: observando el comportamiento. Defender las opiniones a ultranza, intentando convencer a los demás o incluso enfadándose por no poder hacerlo, siendo incapaces en definitiva de embarcarse en un debate sereno en el que se aparquen, al menos durante un instante, las propias concepciones particulares, para abrirse a los demás y darles una oportunidad real de influencia.
El gran problema no son las ideas ni las creencias sino la imperante necesidad de justificar nuestra propia identidad apoyando y defendiendo nuestras opiniones, como si al mostrarnos influenciables perdiésemos nuestra dignidad, nuestra valía o dejásemos de ser nosotros mismos. Entramos aquí en territorio Zen: ser capaces de escuchar con humildad, anteponiendo la escucha sincera y la apertura incondicional a la validez de nuestros propios argumentos. Se trata de abandonar el querer tener razón para dejar la razón en un rincón mientras nos embarcamos en una aventura de aprendizaje y enriquecimiento, como si observásemos el mundo a través de los ojos de un niño. No es tan grave reconocer a alguien que sus ideas o criterios nos inspiran de algún modo. Cambiamos nuestra ropa después de algún tiempo, ¿por qué nos aferramos tanto a nuestras creencias? ¿Quizás porque es lo que argumenta este o aquel personaje relevante? ¿Qué es lo verdaderamente relevante para mi? ¿Soy capaz de poner entre paréntesis mis creencias al menos durante un instante mientras escucho de verdad al otro?
Aunque parezca increíble aún hay personas que piensan que la tierra es plana, que el hombre fue creado por un acto divino o que el cambio climático es una falacia. Al igual que ellos, todos nosotros defendemos ideas y creencias muy válidas para nosotros mismos pero, al estar estas comprometidas con nuestra propia identidad, nos dificultan tremendamente poder ponerlas realmente a prueba porque eso implicaría asumir una cierta vulnerabilidad. Confundimos debate con humillación y orgullo con integridad. Como todo adicto, el abandono de la propia sustancia nos sumerge en un profundo síndrome de abstinencia caracterizado por el malestar. Algo que no todo el mundo es capaz de transitar para encaminarse hacia la independencia y la sobriedad.